Raíces #1: El Sentido de Luchar
Struggle, el forcejeo interno entre mi villano y mi propósito.
Esta es la primera entrega de una serie de reflexiones en la que voy a contarte de aquellos elementos en mi diseño humano que he resignificado tanto al conciliar con sus sombras y en especial por lo que me han enseñado a expresar de mí.
En ellos existen cicatrices y también destellos, han sido miedos profundos y ahora son dones que me inspiran. Desde el inicio de “Escuchando tu Intuición” se han entrelazado en mi escritura y han dado profundidad a muchas de mis reflexiones.
Hoy las reconozco como las Raíces de mi Escritura presentes en mis pilares de significado, en mis creencias base y en el brillo de mis palabras. Si bien, las tomé en cuenta cuando pensaba en lanzar mi Substack, sabía que con el tiempo se fortalecerían y de ellas brotarían relatos que nos acompañarían a conectar más con nuestra intuición.
Estaba un poco indeciso de por cuál comenzar porque cada una tiene una gran importancia, más como suele pasar en mi proceso creativo, en ocasiones recibo señales que me aclaran el camino de lo siguiente a publicar. En esta ocasión, llegaron gracias a lo que
mandó en una de sus más recientes cartas sobre el empoderamiento, el origen de nuestro poder y en especial de una palabra que atrajo mi atención por ser una temática clave en mi diseño humano…:: Struggle ::
¿Qué significó luchar para mí?
(Desde una distorsión como Proyector y sin escuchar mi Autoridad Esplénica)
He pasado gran parte de mi vida en una lucha constante, por mucho tiempo, mis batallas estuvieron marcadas por las creencias de que por más que intentara pues nunca iba a ser suficiente, de que equivocarse podría costarme caro y por tanto debía evitarlo aunque me perdiera de grandes experiencias. Lo que más me dolía pensar era que, por causa y efecto de estas creencias, me mantendría honrando mi propósito a medias, despertando cada día para actuar en piloto automático y perdido sin una causa tan significativa que fuera mi norte, mi para qué, mi fuente de inspiración y voluntad para atreverme a romper con esos patrones.
Las condicionamientos que adquirí desde niño (no tanto por presión familiar) me mostraron la idea de que el éxito social era que otros reconocieran mi valor —y de paso creer que esa era mi moneda de felicidad. Que por satisfacer aquello, no podía detenerme a descansar y que siempre podría dar más a otros, porque por ese valor buscaban de mi apoyo. Que tenía que intentar ir más allá de lo que mi cuerpo podría resistir por dentro, porque al menos “me lo debía” a mí para probarme que era capaz de lograrlo. Desconociendo cómo honrar mi aura de proyector, ataba mi valor a qué tanto hacía en vez de la guía que ofrezco al honrar mi esencia y compartir de mis perspectivas únicas, de cómo maximizo el potencial de lo que veo en mi tribu y de la experimentación constante en mi vida.
Durante mis 20’s, se sintió que la única vía hacia ese éxito era estar en una batalla conmigo para contar siempre con energía para destinarla a diversos sacrificios; quise verla como un compromiso necesario, noble y significativo pero acabó por darle la bienvenida a un villano silencioso que me nutrió de lo que no necesitaba. ¿Qué obtuve? sentirme inevitablemente en burnout, tanto físico como emocional. Navegar una etapa de alta experimentación y descubrimiento de mis dones desde una narrativa en la que fallar(me) no era una opción viable y en la que el esfuerzo constante se imponía como una verdad incuestionable, como si esa exigencia y ese desgaste fueran los únicos caminos válidos para alcanzar lo que sería una vida plena. ¿Cómo no iba a agotarme, cómo no iba a perderme en ese andar?
Aunque a mis 26’s llegué a descubrir mi propósito y se despertó un fuego en mí que trajo a mi una chispa de esperanza, la lucha se volvía cada vez más pesada y vacía. Me quedaba sin energía para atender aquello que, en teoría, me acercaba los recursos con los que podría dedicarme de lleno a mi Ruta Auténtica. Me convencía de que para sostenerlos (principalmente desde lo económico) debían importarme aquellos proyectos a los que decía que sí desde la carencia, aquellas desveladas para dejar las bases con las que funcionaran, esas relaciones que me hundían en mi no-ser, y que todo en conjunto a la larga me trajo más amargura.
Emprendía convencido —de corazón— en que generaría un verdadero impacto, uno que trascendiera, uno alineado a una causa justa y digna, pero en el fondo todo lo que co-creaba le acompañaba una necesidad de reconocimiento por dar el ejemplo de que emprender con propósito ¡sí se podía! que podía elegir diferente a un trabajo corporativo y dejar un legado, de que podía romper los sistemas superficiales de emprendimiento acelerado y capitalista, de que podía crear eso y más pero en paralelo satisfacer mi ego de ser visto y “exitoso”.
Cada vez que enfrentaba un reto, otros veían coraje, talento y habilidad natural para superarlo, pero por dentro sentía un constante temor de no estar a la altura, de fallar y quedar expuesto ante todos. Terminaba por minimizar esos logros y me quedaba con la creencia de que era incapaz de sostener mi victoria. Gracias a mi síndrome del impostor nunca aprendía a ver —ni agradecer— la versión que yo era entonces. La lucha era esa prisión mental en la que mi villano me mantuvo para no reconocer ni mi esencia, ni la sabiduría que tenía para contarme una historia distinta.
Por años fue un cuento sin fin de autosabotaje en el que me ciclaba y aferraba porque el entorno en el que vivía me seguía reconociendo las veces en que ante toda circunstancia parecía que daba el máximo, parecía que nunca fallaba con una solución, parecía que nunca daba un paso en falso porque siempre crecía en lo profesional —aunque dejara lo espiritual de lado. En fin, la lucha me movía en las rutas de la carencia y de la exigencia para alcanzar la perfección, en vez del amor propio, el autoconocimiento y la consciencia de mi verdadero propósito.
Todo se entretejió en mi narrativa interna hasta pasados mis 33 años. Mi villano una sombra constante que susurraba que no dejara de luchar porque cualquier muestra de debilidad —que bastara que solo yo viera— significaba que no era digno de recibir aquello que deseaba alcanzar. El forcejeo de este enemigo —y no de un maestro de vida— ganaba a una voz de mi intuición que quería rescatarme desde la sutileza de la compasión y la inacción; con ello me alejaba más y más de los llamados de mi alma para cambiar de dirección.
Vivía engañándome de que la melancolía y el agotamiento, era el precio que tenía que pagar para perseguir un ideal de propósito que, en realidad, nunca lograba ni cumplir y mucho menos proteger.
¿Cómo podía inspirar a otros a seguir su propósito, si en el fondo no lograba inspirarme a mí mismo? ¿Cómo podía dar el ejemplo de una vida alineada al propósito si al final me sentiría como un hipócrita por predicar algo que no ponía en acción para mí?
Más desde hace 4 años vengo trabajando mis sombras, he aplicado varias herramientas tanto somáticas como energéticas, fue con la dedicación al experimento de diseño humano y a mi práctica de yoga que empecé a ver que la lucha podía ser distinta. Empecé a escuchar mi cuerpo y encontrar sabiduría en él.
El primer enfrentamiento fue al dejar de regirme por esa cultura del esfuerzo, de la exigencia, de los ritmos acelerados y comenzar a honrar mi “energía proyectora” . Estableciendo mis límites y definiendo mis no-negociables, aprendí a conectar con el presente de una manera consciente, tanto para cuidar de mi energía vital y en especial para escuchar más mi intuición. Celebraba mis logros en esta nueva batalla, y de paso abrazando mis miedos y dudas en medio de ciertas re-caídas (que no desaparecen del todo) pero que ya no me llevaban a la frustración.
En cada momento de lucha, ahora me daba la oportunidad de explorar la totalidad de mi ser, de descubrirme tanto en la luz como en la sombra, y de rendirme a esa experiencia sin reservas, sin temores. Justo en la rendición y en seguir los ritmos de mi cuerpo —más adelante los de Dios y la vida— fue que sentí y comprobé que sí podía diseñar una vida sin prisa y más ligera. La lucha se transformó en un acto de amor propio, en una forma de respetar mi camino y de ser coherente con la palabra que prometí cumplir: de vivir en autenticidad, de escuchar mi intuición, de reconocer mis propias fortalezas y, al mismo tiempo, mis propias cicatrices.
La lucha, era también un acto de libertad y fe para detenerme y elegir mis batallas conscientemente, que en cada una valía la pena cada “riesgo” porque implicaba alinearme más con mi propósito desde una creencia base de que estaría sostenido por algo mayor y por tanto nunca más volvería a sentir que fracasara en el intento. Es más, que si algo no salía como planeaba, no me juzgaba y me sentía bien dando un paso hacia atrás para luego dar no solo más, sino saltos grandes a algo que despertara mi curiosidad, mi pasión y que mantuviera mi fuego encendido.
En el primer trimestre de este año pasé por un salto de consciencia asistido por mi terapeuta Marce, quien alineada a mi historia y sensible a mi melancolía fue que me dio un apapacho al alma y me acompañó a conciliar —constelando— con el villano que siempre se disfrazó del héroe y que supuestamente me daba las armas para ganar mis batallas que suponían me acercarían a mi propósito.
Hoy, cuando enfrento un desafío, lo hago desde una perspectiva completamente distinta. Ya no es una batalla por cuidar mi ego ni una guerra contra mis errores. Ahora es una oportunidad para crecer, para empoderarme, para inspirar a otros. Me permito equivocarme, permito que la lucha sea también un espacio para la compasión, un recordatorio de que soy humano, de que no tengo que ser perfecto. Siento que mi valor ya no está en la ausencia de fallas o el aplauso de otros, sino que una parte de él lo encuentro en mi capacidad de resiliencia y de seguir caminando con esperanza en el corazón #WalkOn. Esa es la lucha que tiene sentido: una batalla que se libra en el terreno de la apertura, de la valentía, de la aceptación de uno mismo.
Hoy veo mis cicatrices como recordatorios de lo que no quiero repetir, de la narrativa que he elegido abandonar. Ya no lucho por demostrar nada a nadie; lucho por ser coherente conmigo, por abrir mi corazón, por honrar mi palabra y dedicarme a aquellas causas que valen la pena para generar impacto. La lucha se convierte, entonces, en una guía, en un compañero de viaje que me ayuda a recordar mis prioridades, a mantenerme centrado, a darme permiso para explorar y para vivir sin miedo al fracaso, sin miedo al rechazo, sin miedo a no pertenecer.
No tengo que ganar todas las batallas; no tengo que llegar al final de cada camino que emprendo. A veces, el valor está en saber cuándo detenerse, en aceptar que no todas las luchas merecen mi energía, que no tengo que llegar a desregular mi sistema nervioso al extremo (más si sentir esa señal de huída o lucha que manda el cuerpo como alerta).
El sentido de luchar es para apostar a que nuestros miedos nos enseñen más, es para perseverar en el acto de mostrarnos como somos, es para reconocer que no estamos solos en esta búsqueda de propósito. Otros también enfrentan sus propias luchas, y en esa conexión, en ese reconocimiento mutuo, se crea una red de apoyo y de fuerza. Mi camino puede inspirar a otros, no porque sea perfecto, sino justamente porque es imperfecto y en él una oportunidad única de volver a empezar, no de cero, pero sí con todo lo que hoy integra tu mejor versión.
Un abrazo, Josh
- #YNWA
Raíces #1: Perseverar en una lucha que nos libera
“Our gifts are entrusted to us, not for our own edification but for the benefit of others. There’s just one hitch: How do you figure out what your gifts actually are?”
Gracias por llegar hasta aquí! En esta segunda parte te hablaré de cómo reconozco esta raíz en mi diseño humano y cómo se relaciona con mi escritura intuitiva.
Reflexiones recomendadas para sanar la relación entre tu villano y tu propósito:
Ojalá todos y todas los que estamos en nuestros 20s leyéramos testimonios como el tuyo… estaré pendiente a la serie! Gracias por compartirte!
Me encanto! Tienes el canal 28-38? :) Te mando un abrazo. Esperamos segunda parte.